Custodia estaba sirviendo el chocolate a su patrona y el
prometido de esta cuando comenzó su desgracia. Vivía en aquella casa desde los
ocho años, cuando su madrina de bautizo la dejó allí como criada. La casa era
inmensa, mantenerla limpia y ordenada requería mucha dedicación. Aquella tarde
de vientos helados, el dichoso prometido admiró la belleza de la joven criada
que los atendía, y se atrevió a hacer una broma mal calculada al decir que
incluso se casaría con ella. Custodia no conocía siquiera el nombre del señor
que había hecho la broma, pero no había vuelta atrás: su patrona, Trinidad
Forero, se sintió celosa y frustrada en sus planes de casamiento por culpa de
una sirvienta joven y más bonita que ella.
La indiecita de quince años se despertaba
con los primeros gallos a despachar los oficios, en una cocina primitiva molía
el cacao para hacer el chocolate, encendía el fuego para hervir tinajas de agua
depurativas para el baño de su patrona, que se despertaba al alba y con el
tiempo justo para llegar puntuales a misa de siete en la iglesia de Las Nieves.
Cargaba un tapete pequeño para que su patrona se arrodillara en el suelo.
Vestía camisas anchas y recogidas, pañolón y alpargatas gastadas; su patrona,
al contrario, llevaba una mantilla azul adornada que dejaba ver los ojos y la
nariz, y vestía un modesto traje oscuro cubierto por una bata de seda ajustada
hasta los tobillos. Trinidad la veía como un ser inferior y desprotegido, por
lo que le inculcó la costumbre de acompañarla a misa de siete todos los días.
«Esta tarde recibiré una visita
importante. No olvide traer la leña de regreso a casa», dijo la patrona.
Custodia, que nunca hablaba si no era por motivos ineludibles, preguntó: «¿A qué
horas debo dejar todo listo?». «A las tres», respondió tajante Trinidad.
En aquella
ciudad alejada de todo, las tiendas abrían desde las nueve de la mañana hasta
el mediodía y luego de tres a seis de la tarde. A esa hora todo el mundo se iba
para sus casas, las calles quedaban vacías. Las familias se reunían en veladas,
durante las cuales se tomaba el chocolate, se jugaba a las cartas, se
conversaba y algunas veces se bailaba vals.
Como las
mujeres de su época, Trinidad Forero se educó con las religiosas. Aprendió a
leer y escribir y bordar bien, además de lo necesario para la vida en familia,
y también a declamar con soltura los pasajes más destacados de la Biblia. A los
dieciocho años afrontó la decisión sin posibilidad de regreso para la que fue
preparada: el matrimonio o el convento. Eligió la primera opción, aunque en su
corazón albergaba la pesadumbre por el futuro. Varios pretendientes golpearon a
la puerta de su corazón, pero las reservas de sus padres, la falta de una dote
generosa o de un padrino que respaldara la petición de los pretendientes le
agriaron el carácter y le crearon la fama de huraña y antipática. Trinidad
depositó sus ilusiones de ser la soberana de un pequeño mundo familiar con el
hombre que halagó la belleza de su criada cuando esta le sirvió el chocolate. Se
sintió despreciada, y sintió un impulsó que la desconcertó.
Lo
conoció un viernes de mercado, cuando se asomó al balcón de su casa a
presenciar el desfile de galanes solteros que andaban en grupos por la ciudad
después de jugar billar y fumar a las cuatro de la tarde. Trinidad lo saludó
con su pañolón negro y fumando unos cigarros que compraba en los mercados de
San Victorino. El hombre la invitó a salir, ella aceptó sin titubeos. Era una
mujer ávida de distracciones. Una tarde de marzo, la invitó a las procesiones
del Corpus Christi y la Semana Mayor, y ella entendió eso como el mensaje
cifrado de una futura propuesta formal de matrimonio.
Aunque
debía esperar: los meses que la Iglesia recomendaba para el matrimonio eran
febrero, mayo y noviembre, pues los sacerdotes se negaban a efectuar
casamientos en el Advenimiento y en la Cuaresma. Para mediados de año, era su
invitado de cada viernes al chocolate de las cinco de la tarde.
Mientras
la patrona navegaba en los planes de una boda incierta, Custodia se encargaba
de todo en todas partes sin protesta ni lamento alguno. Una tarde de julio, estaba
puliendo las últimas copas de champaña, cuando percibió un olor a madera
chamuscada, y tuvo que atravesar los veintitrés escalones de las escaleras
hasta la cocina sin dejar a su paso un desastre de vidrios de Portugal. Apenas
si alcanzó a quitar la olla que empezaba a derramarse en la hornilla. Luego
puso un guisado que tenía preparado, y aprovecho la ocasión para sentarse a
descansar en un banco de la cocina. Cerró los ojos, los abrió después con una
expresión sin cansancio, y empezó a verter el caldo en los platos. Trabajaba
dormida.
Las
visitas del prometido se interrumpieron por un viaje de negocios a Puerto
Colombia que duró varios meses, lo que dio lugar a murmullos y habladurías
maliciosas. En el mundo de esta ciudad alejada de todo y detenida en el tiempo,
las cosas eran hostiles para Trinidad. Lo que pasó una noche, se lo confirmó.
Trinidad
fue invitada a uno de los conciertos que la sociedad filarmónica de la ciudad
organizaba cada mes con fines de beneficencia y caridad. Se esforzó por
presentarse lo mejor vestida posible. Cuando tomó asiento en la parte central
del Coliseo Santafé, sintió las miradas sobre ella. Eran miradas de reprobación
acompañadas de un silencio molesto que no logró descifrar hasta que un
caballero que estaba a su lado le indicó con un gesto cortés pero enfático que
el concierto no comenzaría hasta que ella se retirara del recinto. Era de dominio
público que su compromiso de matrimonio había sido cancelado, por lo que se
consideraba una falta a la moral y las buenas costumbres que una mujer
deshonrosa asistiera a eventos de beneficencia.
Deshecha
por la ignominia, Trinidad se retiró del teatro y caminó hasta su casa. «Ya sé
quién tiene la culpa de todo esto», pensó con pasos que tropezaron con los
adoquines de la calle: «Esa indiecita malagradecida».
Envenenada
por los celos y humillada en público, Trinidad decidió obedecer el impulso que
no había logrado descifrar. Después de enviar a Custodia por un recado, la
recibió con una generosa dosis de chicha que la indiecita bebió sin sospecha
alguna y no tardó mucho en quedar tirada en el suelo, aturdida por la
borrachera. Cuando Trinidad se cercioró del estado de indefensión de Custodia,
le amaró los pies y las manos y le puso una pequeña piedra envuelta en un
pañuelo.
Así la
dejó toda la noche. En la mañana, después de llegar de la misa de siete, comenzó
a arrancarle el pelo, uno por uno, hasta la tarde; enseguida le puso una
cataplasma caliente en la cabeza, que le produjo a Custodia un ardor
insoportable, y terminó aquella jornada de tormentos arrancándole las cejas y
las pestañas.
Embriagada de placer por el sufrimiento de su criada, Trinidad le arrancó
los dientes y las muelas con unas tenazas de zapatero, le cortó las orejas y le
abrió la boca en un corte horizontal que escindió el rostro de Custodia en dos
partes. Una vez finalizado el martirio, Trinidad puso un espejo frente a su
sirvienta y le dijo con un acento de espantosa satisfacción:
«¡Ahora
sí aquel no se casará con la indiecita bonita!».
Trinidad
introdujo a Custodia en un cuarto que daba a la calle, ubicado en la parte
posterior de la casa, y cerró por dentro la embocadura de una pared blanca de
asbesto, confinando así a su criadita al emparedamiento. Tan solo dejó un pequeño
orificio que daba a la calle para que entrase luz y aire y para suministrarle
algo de agua y comida a Custodia. Quería verla descomponerse poco a poco, con
toda la fuerza concentrada de su odio.
Pasó
el tiempo.
El
soldado Pedro Siachoque estaba de paso en la ciudad y le pidió permiso a su
cabo para salir con un compañero a conocerla. Mientras caminaban, sintió los
apremios de orinar, caminó hasta el rincón de una casa cercana, contra una pared,
mientras su compañero lo esperaba. Entonces, cuando meaba en un rinconcito de la
calle, Siachoque sintió un miedo que le recorrió el cuerpo y lo paralizó por
unos segundos. Le pareció escuchar un misterioso sonido como si algunas ratas
rondasen cerca; luego alzó la cara y vio por un pequeño orificio de la pared lo
que él creyó era la causa de los extraños ruidos, fue tal su espanto que salió
corriendo con los calzoncillos en las manos. Llegó hasta donde lo esperaba su compañero
de guardia y, aterrorizado, le contó que tras el muro habitaba un alma en pena.
Su
compañero hizo el recorrido inverso de Siachoque. Caminó hasta el muro y a todo
pulmón le preguntó a la aparición si pertenecía al cielo o al infierno. No
recibió ninguna respuesta. Los soldados regresaron al cuartel, echaron el
cuento a sus superiores, quienes ordenaron a un contingente de diez hombres para
conocer de primera mano la situación de espantos descrita por Siachoque. El pánico
los invadió a todos, por lo que fue necesario llamar a un oficial superior, que
a su vez llegó provisto de armamento pesado y municiones de reserva, como si se
tratara de una insurrección.
Los
hombres que combatieron con valentía en decenas de batallas se aterrizaron al
acercarse a la pared; apenas estiraban sus cuellos como si estuviesen clavados
en el suelo. El alcalde de la ciudad fue informado de la situación. Cuando se
acercó a la pared hasta encontrar el orificio, vio una mano moribunda que hacía
señas para que se acercara. Consternado e intuyendo un hecho criminal, el
alcalde ordenó rodear la casa y luego llamó a la puerta. Esperó unos momentos,
pero nadie contestó, por lo que avisó con voz fuerte que allí estaba la
autoridad y que la puerta sería derrumbada. La advertencia debió surtir efecto,
porque una voz chillona y malhumorada dijo dos veces: «¿Quién es?», después se escuchó
el crujido de los goznes de la puerta. Apareció una mujer pálida y de mediana estatura;
aparentaba unos cincuenta años y llevaba el pelo aprisionado por un pañuelo de
seda atado a la cabeza, vestía un traje de lanilla color marrón, zapatos de
cuero y dos pendientes colgados en sus enormes orejas. Parecía un espanto. El
alcalde, aplomado y calculador, preguntó por los habitantes de la casa, a lo
que la mujer contestó que ella vivía sola.
Era
Trinidad Forero.
De
sus ojos brotaron chispas cuando el alcalde le notificó que él inspeccionaría
la casa junto con los doce militares. A regañadientes Trinidad aceptó que
revisaran su vivienda, pero manifestó su deseo de retirarse mientras se hacía
la inspección, y pidió que le avisaran cuando se todos se retiraran. El alcalde
se negó.
Los
soldados caminaron por un estrecho corredor que comunicaba con la sala de
estar, allí se percataron de que las ventanas que daban a la calle estaban
cubiertas con telas de lienzo enormes y sucias y selladas con barrotes de
hierro. Les quedó claro que aquella mujer menuda y de mal carácter no estaba
interesada en comunicarse con el mundo exterior. Las poltronas y cómodas, al
igual que los techos y columnas de los patios estaban cubiertos por una densa
capa de polvo enmohecido; en las paredes de la sala de visitas no había imágenes
de santos o algún vestigio de caridad cristiana, común en las casas de
entonces.
Cuando
el alcalde dio la orden de remover la pared tapiada que comunicaba al sitio
donde él calculaba debía encontrarse el espanto, Trinidad se plantó frente a él
y los soldados y los amenazó con un palo de escoba y unas tijeras, vociferó
maldiciones y respondió con rasguños y mordeduras cuando tres hombres la
apartaron a la fuerza. Parecía una fiera: escupía espuma de su boca y miraba
con odio desde un rincón de la sala. En ese momento, el alcalde ordenó apartar
la cómoda que escondía una puerta sellada con adobe sin blanquear.
No
parecía que detrás del muro pudiera encontrarse alguien con vida, aunque todos
coincidieron en que el agujero exterior por el que el soldado Siachoque atisbó
el espanto coincidía con aquel sitio sellado, y comenzaron a derrumbar la
pared. Apenas retiraron un pedazo de adobe, un olor fétido salió del lugar e inundó
la sala de estar; los soldados se cubrieron la nariz para continuar. Creyeron
que en el interior del cuarto había un cadáver en descomposición, pues el olor
de espantos era insoportable. Sin embargo, cuando los soldados terminaron de
derrumbar el muro se encontraron con un espectro maltrecho y tirado en la cama
de mimbre, el polvo anquilosado se había instalado en cada centímetro del
cuarto oscuro, y la luz que se filtraba por el orificio de la pared derrumbada
fue suficiente para que los hombres identificaran el alma en pena que emitía
gemidos de dolor. Era Custodia en cuerpo y alma después de cuatro años de
tormentos irreparables. Los soldados no sabían qué hacer con ella: no se atrevían
a tocar el cuerpo de la muchacha porque ella era una llaga en carnes sin
cicatrizar a punto de desmoronarse, y por la repugnancia y temor que les producía.
Decidieron
llamar a una aguadora que pasaba por la calle con su múcura al hombro, quien
por unas monedas aceptó sacar de la mazmorra casera el escombro humano en que
se había convertido la criada bonita. La aguadora entró en el cuarto oscuro, se
santiguó y levantó el cuerpo que pesaba menos que una de sus tinajas de agua, lo
llevó hasta una habitación contigua y lo dejó sobre la cama de Trinidad Forero,
que continuaba escupiendo improperios como una fiera iracunda. A pesar de la
ira que demostraba, Trinidad no podía ocultar una expresión de dicha al ver
reducida a su víctima a un estado de deformidad. Después del asombro inicial,
los soldados llevaron a Custodia en una camilla improvisada para que no se
desbaratara en el camino al Hospital San Juan Dios. Trinidad, por su parte, fue
confinada a la cárcel de mujeres del distrito mientras se decidía su situación.
Los médicos
del hospital que atendieron a Custodia comenzaron por devolverle una figura
humana a su rostro deformado, cosieron su boca para que pudiese volver a
pronunciar palabras. Después de practicarle las curaciones posibles, que no eran
muchas porque la mayor parte de los daños no podían repararse, y después de su
mejoría, Custodia contó en un tribunal su triste e increíble historia.
Allí
mismo, Trinidad pareció recobrar la compostura y la sensatez ante los jurados
que decidirían su pena. Afirmó que tenía un propósito y lo cumplió. A lo mejor
se había equivocado de propósito, pero no se había equivocado cumpliéndolo. Decidió
seguir el impulso que latía en su corazón. Una diferencia sutil que no todos entendieron.
Fue
declarada culpable. Murió en prisión después de diez años de encierro.
Custodia, en tanto, inválida y mutilada, vivió hasta la llegada del siglo xx.
Subsistió en el rincón de una calle viviendo de la caridad pública hasta su
muerte.
Este relato
está inspirado en un pequeño fragmento de las Reminiscencias de Santafé y Bogotá, del gran José María Cordovez
Moure que hizo un retrato minucioso de la sociedad, las mujeres y los hombres
que habitaban la Bogotá de mediados del siglo xix.
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