La obra de Luis Caballero suscita en las
personas un choque, una primera mirada de un tono traumático. Una mezcla de
erotismo, sensualidad y dolor se mezcla en sus cuadros hasta llegar a una
síntesis que “toca” al espectador, por la fuerza de la imagen, el impacto de
los cuerpos masculinos, y la violencia y muerte que comunican. Caballero es
catalogado como el más importante pintor colombiano del siglo anterior, y uno
de los grandes en la historia del arte colombiano.
Su amiga Beatriz González explica que “… su objetivo de perturbar y conmover al
espectador”, por lo cual se alejó de los dominios académicos, llegando a
imágenes eróticas y religiosas, inspiradas en el arte católico, reflejo de
emociones y ante todo de temores, de la conciencia religiosa, del miedo al
castigo, al señalamiento.
En un libro-entrevista suyo titulado “Me
tocó ser así”, Caballero trae a colación momentos, sufrimientos y experiencias
de sus primeros años y su adolescencia. Menciona la tensa relación con su padre
(el reconocido escritor y periodista Eduardo Caballero Calderón), la confianza
y complicidad que siempre tuvo con su madre (Isabel Holguín). El juego de
orgullo, fuerza y ego con su hermano Antonio. En una especie de autocompasión
se identifica como signado por la soledad, el abandono y la incomprensión. Con
insistencia apela a no poder actuar con naturalidad, a “no tener ningún
recuerdo de su niñez”. De este modo, Luis
Caballero e refugia en sí mismo, lo que lo aísla de los demás, y de algún modo
define el carácter tímido de su juventud, que no dejó a lo largo de su vida.
En París pasó la mayor parte de su vida,
en su taller: alistando las telas, preparando las pinturas, boceteando como un
ejercicio de rutina. Viene a Colombia en continuas y cortas estadías, a Bogotá
únicamente. Pues el clima “caliente” le desagradaba, fastidiaba, “soy cachaco, no soy chévere, ni
divertido, no me gusta el calor ni la familiaridad sudorosa de la costa, […] me siento colombiano, pero cuando pienso
en Colombia, sólo pienso en Bogotá”. Este alejamiento del país, el
anonimato en París, le permitió trabajar con toda tranquilidad, “era complicado
sacarlo de su casa, en la que cada noche presidía Luis amenas tertulias de arte
con amigos colombianos, franceses y conocidos” (Alonso Garcés). Lo sacaba de la
rutina alguna gran exposición, una película de Pedro Almodóvar o escuchar a
Chavela Vargas, una de sus cantantes preferidas.
Un
cambio significativo y coincidencial fue la separación de su esposa y la
aceptación pública de su condición como homosexual a finales de los setenta. “Decisión que le debió costar mucho, por las
consecuencias que le traería en su vida en Colombia”, comentó una amiga
suya, país que Caballero calificaba como reaccionario, provinciano, religioso y
violento.
Más
allá de la mera exhortación de su vida íntima, su obra se transforma en una
crítica, severa, cuidadosamente elaborada de la violencia que tanto miedo le
producía, pero que no dejó de influenciarle. Sus amigos recuerdan que Luis Caballero
solicitaba le enviasen las fotografías que aparecían en El Espacio, que
despertaba en él la emoción de pintar o crear la violencia como un ejercicio
catártico. Incluso, su hermana Beatriz Caballero tiene una gran colección de
las primeras portadas que coleccionó Luis.
Finalmente, de niño Luis asistía
asiduamente a misa, con tías, abuelas, con toda la familia. El espacio de las
iglesias y capillas, sagrado, cargado de
imágenes, de cuerpos lacerados de Cristo, llenos de sangre, de dolor, de
martirio, con un rictus de agonía y misticismo, hacía de la figura algo
sumamente atrayente para el pequeño Luis.
El Gran Telón y los posteriores “cuadros
negros” marcaron el inicio de una época que le auguraba a Caballero la consolidación
de su talento y su obra. Como se sabe, una enfermedad fue mermando sus
capacidades cerebrales, al punto de pintar a pocos centímetros del papel, y
posteriormente a no poder hacerlo. Finalmente fallece un 19 de junio, hace 17 años
en Bogotá.
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