Bogotá contada

Bogotá merece ser contada. El reto de este blog es sacar a la luz las pasiones, vivencias y emociones de las gentes en la vida colonial y republicana de Bogotá, lejos de la gloria de los próceres, las heroínas y los caudillos.


sábado, 12 de mayo de 2012

Paul McCartney dejó su vida en Bogotá

Paul McCartney cambió la historia de los conciertos en Colombia. Su esperada presentación sobrepasó las expectativas de quienes asistieron al estadio El Campín. Una mezcla única de calidad interpretativa, majestuosa puesta en escena y complicidad con el público quedó grabada para siempre en la memoria de la ciudad. Y de las cuarenta mil personas que cantaron y vivieron el concierto de la historia. El filósofo alemán Hegel catalogó hace dos siglos a la música como el arte superior, pues escapa al espacio (que todo lo ata) y la materia con la que trabaja, que está hecha de un elemento incorpóreo imposible de soslayar en la realidad conocida: el tiempo, que se escabulle del hombre y determina su vida y su historia. La música es la matera creativa que Paul McCartney maneja a la perfección, fruto del trabajo de toda una vida de canciones, giras, grabaciones, dolores cabeza y apoteosis colectivas con The Beatles, Wings, o su carrera en solitario. De toda una vida para la música, de su tiempo que anoche fue el de todos, de su renovada e inagotable fuente de inspiración e improvisación que durante cerca de tres horas deleito a todo el país. * La expectativa por el concierto fue grande. La incertidumbre inicial por la utilización del estadio, que confrontó la burocracia administrativa y la Alcaldía por la realización del evento; luego se vino un torrente de ataques: de los concejales oportunistas, los periodistas deportivos, sectores de la comunidad y hasta de algunos medios: la cruzada contra el concierto se iba a llevar por delante la posibilidad de tener por primera vez a un Beatle en Bogotá. Durante varios días el concierto se movió entre la desconfianza y la ambigüedad (que se hace, que no, que tal vez). Hasta el día mismo de la venta de boletería corrió el rumor de que el evento no se iba a llevar a cabo y que la compra de tiquetes no pasaba de ser un embuste o una tomadura de pelo de los organizadores y la Alcaldía. Cabe aclarar que sin la tozudez infatigable de Fernán Martínez se habrían confirmado de nuevo la poca importancia del país en la escena del rock mundial y el triunfo obsecuente de la consabida tramitomanía colombiana, que a nada lleva porque nada hace. Al contrario de la apuesta de los empresarios que los obligó a una maratón perentoria, pues el tiempo escaseaba. Fueron aquí y allá, hablaron con este, almorzaron con aquel que tenía influencias, en varias emisoras promovieron el debate por la prohibición del estadio capitalino para espectáculos diferentes al rentado de fútbol colombiano. A pesar de todo se hizo, cuando McCartney bajó las escalinatas del avión que lo traía de Asunción se despejó cualquier atisbo de duda o malicia: estaba en Colombia y venía a “rocanrolear” con todos. Así lo hizo anoche desde algo antes de las nueve de la noche. Pues aunque se había presupuestado las siete y media como hora de inicio, problemas técnicos de sonido y la puesta a punto de los instrumentos retrasaron la presentación. La angustia se sentía en el ambiente: risas escondidas, fumadores que parecían asmáticos en cada inhalación de humo, los glotones que devoraban comida de paquete con la mirada hipnotizada en el escenario, la espera de los que llegaron temprano y la angustia de los retrasados: todos de un modo u otro estaban imbuidos por la ansiedad. El consuelo era el mismo: si esperamos cincuenta años para verlo, podemos soportar unos minutos más. Cuando las luces se apagaron repentinamente el estadio lanzó un grito unísono: “Paul, Paul, Paul,…”. Paul McCartney correspondió el saludo con una cortesía cotidiana exótica de las buenas maneras urbanas de un inglés: “hola, mis parceros”. El estadio estalló en risas y aplausos, mientras el cantante improvisaba sucedáneamente pasos de baile al estilo de los años sesenta: el rock and roll estaba en Bogotá, esta vez para quedarse, no como quisiéramos: con Paul tocando eternamente sino con el recuerdo imborrable de su majestuosa presentación. La memoria es selectiva, se recuerda lo que rompe con la rutina, la repetición de los días y las tareas. Lo de anoche fue no sólo un resquebrajamiento de la rutina para los asistentes, sino de toda una ciudad: el “concierto de la historia” entró a la historia, y de paso inauguró una época musical y cultural para el país.
* Los nostálgicos que vivieron su juventud junto al cuarteto de Liverpool en los sesenta, gozaron con un recuerdo nítido como el presente: el tiempo no pasa, al menos en el rock. Algo similar vivieron los demás: padres, adultos, adolescentes y niños que vieron por vez primera a un Beatle en la ciudad. Un hombre alborotado gritaba --“volví a los sesenta…”. Le creí, pues por unos momentos me sentí en la Inglaterra que bullía con la desbandada de los cuatro chicos porteños, al magnetismo de la dupla mágica Lennon-McCartney. Éste en una entrevista dijo recuerda su juventud como la época más feliz de su vida. Pero no la única, aclaró. En cada canción del repertorio se vivió una catarsis que solamente la música puede ofrecer, que llevó a la intimidad de un Paul desprovisto de edad: uno para siempre, único. Personalmente, gocé más con las canciones que tenía en mi lista: Hope a deliverance, Something, My valentine, y claro, Let it be, Hey jude, y un sin fin de melodías y piezas musicales que tomé como propios. Ya en el coro de Hey Jude, ese “na, na, na, na na, na, hey Jude” interminable, sentimos que todos y todas (así lo dispuso McCartney en una escisión improvisada) éramos un solo canto y un solo corazón: nos puso en contacto con nosotros mismos en cada lírica entonada y acorde elaborado. Paul McCartney se despidió tres veces, recordando el adagio de que “quien mucho se despide pocas ganas tiene de irse”. Él no se iba a iba del escenario ni dejar de tocar el piano, su guitarra conservada desde 1965, su ukelele que interpretó en honor a George Harrison, o su bajo Höfner mundialmente conocido. Paul no se siente bien lejos de sus instrumentos, son su vida. Nosotros por un momento nos sentimos parte de ella. ¡Gracias Paul!