Bogotá contada

Bogotá merece ser contada. El reto de este blog es sacar a la luz las pasiones, vivencias y emociones de las gentes en la vida colonial y republicana de Bogotá, lejos de la gloria de los próceres, las heroínas y los caudillos.


miércoles, 21 de septiembre de 2011

MIRADAS SOBRE EL CUERPO HUMANO.

A propósito de la exposición Habeas Corpus. MUSEO DE ARTE DEL BANCO DE LA REPÚBLICA. 2010.




El cuerpo, un tema tan complejo como antiguo y ambiguo: múltiples perspectivas de análisis, disfrute, espanto o conmiseración. Ya sea el de una mujer (desnuda) o el de un hombre, el de un anciano, un niño o partes o fragmentos: una cabeza extirpada, un seno cercenado, un brazo (“de reina”), huesos, piel, etc. Desde siempre el cuerpo ha sido un espacio de adoración, de adorno, de retozo, de placer, porque lo pensamos como lo vivo, la semejanza de vida y cuerpo se nos antoja obvia, lógica. El cuerpo es también los tejidos epidérmicos, el sistema nervioso, el aparato óseo, el sistema digestivo o inmunológico. Es un tema cuyo esplendor Renacentista logró la perfección, dejando para el futuro (nuestro pasado y presente) una acomodación e intentos de igualarlo, un manierismo. En fin, el cuerpo, visto desde varias miradas en la exposición, y de muchas fuentes: la religión, la medicina, la pintura, la política, el performance.

Pero ¿Por qué el cuerpo y siempre el cuerpo? Porque el cuerpo es todo y nada, es nuestra yoidad (para Freud, modificada corporalmente en cada experiencia vivida), la imagen de sí mismo en relación (o contraposición) con los demás. Es fuerte, pues resiste maratónicas lesiones, o sufrimientos sin par, recuperándose casi milagrosamente. Pero también es frágil, susceptible a la muerte más inesperada, una lesión simple desencadena en el fin de las pulsaciones, de la vida, del cuerpo (vivo). El antropólogo Edgar Morin , en sus estudios sobre el miedo a la muerte, explica que es un miedo al cuerpo yaciente, al tabú del muerto. Encuentra que el cuerpo en Occidente, desde su concepción religiosa –y cultural-, ha sido rechazado, ocultado, juzgado y condenado. La sexualidad misma, relegada al ámbito de la intimidad oculta, de la falsa moral (o doble moral protestante), del concubinato, el celibato, la prostitución y el matrimonio. Es decir, que el cuerpo (como lo sugiere el texto introductorio de la exposición), no se ha expuesto, no se ha visto, no se ha contemplado en Occidente de una forma “abierta”, sin prejuicio o mala fe.

En este sentido, los cuadros religiosos de Arce y Cevallos o de Vargas Figueroa, son cuerpos divinos, santificados, barrocos, cargados de extrema sensualidad y de dolor, esto como consecuencia de aquella célebre frase “para creer hay que ver” dictada por el Concilio de Trento y la Contrarreforma impulsada desde el Vaticano, como reacción al aluvión ascético (y económico, social y cultural) que significó entonces la Reforma luterana. Una de las estrategias de dicho Concilio para no perder más feligreses fue la invención de una figura femenina (llena de cualidades cristianas) representada en la Virgen María. En un mundo lleno de hombres (véase la grandiosa cúpula de la Capilla Sixtina de Buonarroti), esta imagen emerge como la culminación y la idealización de lo que es la mujer: bondad, amor, cariño; una mujer sin sexo, asexuada, es decir, una madre virgen.

Esto lleva a la dualidad del cuerpo en Occidente, en el cristianismo y en la modernidad: la negación y la apelación, la condena del medioevo y el esplendor del Renacimiento, los pecados y la fuente de la fe. Se parte de esto, volviendo a Morin, al relacionarlo con el cuerpo en Oriente, a su tratamiento cotidiano en partes de la India musulmana, en su contemplación quimérica en la China septentrional, en el embalsamiento de Egipto. Oriente no “entiende” a la muerte como en Occidente, no lo contempla, no lo “vive” igual que nosotros. De ahí una diferencia tajante y una realidad misma: el cuerpo se oculta, se traslada a un solo plano, o escenario: el de la intimidad. El cuerpo desnudo, se reserva para el otro que acepta la condición del matrimonio, de la sexualidad, en fin, el cuerpo “no se expone o se pone”, o como decía Benjamín, “una cosa es ver y otra verse” .

Y son muchos los miedos que se exponen en Habeas Corpus: flagelamiento, partes cercenadas, enfermedades, tortura, violaciones, etc. Sucesos, calamidades que se relacionan con la violencia: política, religiosa, académica o artística. La violencia de un cuerpo que retrata Arce y Cevallos cuando pinta al mártir católico San Francisco de Asís, del performance “Huesos”, de las máscaras mortuorias por enfermedades periodontales, o el célebre cuadro de Alejandro Obregón que representa una mujer embarazada, que ha sido violada. Un cuerpo ultrajado. La obra es un símil de la violencia rural que azotó (y aún sucede) a nuestro país: masacres a machete, violación masiva de mujeres, descabezamientos, la ciega pasión política llevada a límites inverosímiles. Las alusiones a estos hechos nos recuerdan que la violencia es una agresión al cuerpo, que es premeditada y brutalmente hecha. Pasamos de una violencia política y religiosa a otra: la cotidiana y popular que Beatriz González alude en su cuadro pop.

De este modo la exposición se torna superficial y crónica, crítica y aleatoria. Pues “para Valery la piel es lo más profundo y para Nietzsche la conciencia es lo más superficial”. Una dualidad paradójica, de un cuerpo lacerado, ensangrentado, atravesado, por un lado, o el balón de fútbol adornado con la areola y el pezón del seno femenino (¡). Es la mezcla entre el performance “columna vertebral con refrigerador” o la urna eclesiástica de la orden de los franciscanos con el que adornan el altar de su iglesia en Boyacá. La mezcla es afortunada, lograda. Parece superficial, pero no lo es, precisamente porque se ex (pone), se muestra, se ve, se reproduce. El cuerpo se aleja de la intimidad (o la soledad) para trasladarse a un espacio público como el museo. Y sorprende aún más que las ordenes religiosas, encerradas en su íntima fe, hubiesen prestado sus reliquias (para ellos religiosas, para el museo artísticas) para un uso diferente, el de la contemplación de una modelación del mundo, del mundo moderno, de un museo (de arte). Quizás la Iglesia se ha laicizado, incorporado al mundo terrenal, humano, al mundo del cuerpo. Pero como decía Nietzsche, los asuntos de moral son superficiales.

De los temas que se muestran en la exposición, subyace el cuestionamiento del porqué se asume el cuerpo como algo aún vedado, cerrado, “el arte erótico occidental siente un gran complejo de culpa, lo primero por ser un arte escondido. Muy pocas veces y en muy pocas épocas se ha podido ser eróticamente abiertamente, porque siempre está detrás la Iglesia juzgando. Por haber sido prohibido y escondido se ha vuelto más morboso […]” . Por eso exposiciones como esta se alejan del señalamiento, de la culpa, del cuerpo vedado. Y lo muestran tal como es: bello, frágil, seco, arrugado, lozano, brillante, negro, blanco. Intenta hacerlo cotidiano, y para eso, lo expone así, sin ambages ni reservas, en un estado natural, en una mirada personal.

Los tabú sobre el cuerpo, vivo y sobretodo muerto nos permean, influyen, al tiempo que nos atraen, nos tocan fibras hondas de nuestra psique. Es algo que se siente, que no deviene con la conciencia o el razonamiento, pues está en lo más hondo de la conciencia, en una parte anterior a la memoria. Pero también está allí no más: en la imagen que nos trae el espejo, las fotografías, los cuadros o las esculturas. Porque eso es al final: una imagen. Es tan hondo como superfluo, es como señalé al comienzo una complejidad. Es muchas cosas: sexo, dolor, fe, violencia, política, soledad. Es la imagen de la virgen de los remedios en la banda presidencial de Laureano Gómez, es la imagen del cuadro de Obregón. Es tan profunda esta exposición del cuerpo que su título es lo más falaz que hay: un habeas corpus, sin habeas y con mucho corpus. Afortunadamente.

lunes, 25 de abril de 2011

Endecasílabo para un hombre despreciado

Santiago se abrió paso entre un par de borrachos que se sostenían apoyándose mutuamente con la frente del otro, cayeron al suelo y un bramido de dolor o de queja alcanzó a oírse. No miró hacia atrás, estaba furioso, acababa de discutir con Mónica, su novia, -Disparado esmeril, toro herido. Fue al vestíbulo para reclamar su abrigo, un joven moreno que atendía a la gente:

—Por favor, el abrigo azul oscuro.
—¿Este, señor? (estirando sus brazos para que Santiago viese unos abrigos en la distancia).
—No, ese no es, el mío tiene un corte más clásico.
—Señor, no le entiendo, el suyo que…?
—Que mi abrigo es azul oscuro, corte largo…


Pero el hombre del vestíbulo parecía no entenderle. Apoyando sus manos sobre el poyo de la puerta del vestíbulo se empotró para mirar el fondo del cuarto, oscurecido por una niebla roja y azul que descendía del segundo piso; el ruido era estremecedor y no podía sino comunicarse con gritos o con señas. Pero ¿cómo describir en lenguaje de señas un abrigo de corte inglés y de color azul? Con los pies aún suspendidos en el aire alcanzó a divisar su abrigo, allá, mezclado con unas chaquetas de gamuza ocre y unas bufandas larguísimas que parecían ruanas hippies. Se dejó caer en el suelo para coger otra vez impulso, hincándose sobre el muro de ladrillos, gritó:

—Ese es, el que tiene al frente, arriba a su izquierda.
—¿Este? Señor, respondía el moreno con afán.
—No, repuso Santiago, gritaba a todo pulmón. Le señaló con manos su parte izquierda sobre el armario o guardarropas.
—¿Este es…?
—Sí, sí ese el mío, démelo por favor.
—Oquei amigo, qué vuelva otra vez, dijo el hombre con una sonrisa tímida y cansada.
—Gracias.

Salió caminando hacia la calle, llovía –en esta ciudad siempre llueve- y el ruido, la congestión de la zona eran asfixiantes; era la una de la mañana y parecía viernes de compras o un domingo después misa. Esta ciudad —pensaba, mientras caminaba– parece otra, como si tuviese dos vidas: la de día, y esta. Ambas, tensas, alambicadas o congestionadas. En la acera de enfrente se detuvo un taxi del cual apareció una joven rubia acompañada de un par de amigas, estaban pagando al conductor. Santiago atravesó corriendo la calle para alcanzar a hacerle la señal de pare al taxi, esquivó los carros y sus pitos ensordecedores y los insultos de conductores borrachos, un par de motociclistas afanados casi lo atropellan:--¡atravesado, imbécil!. Aceleró el paso hasta correr y dio un brinco para subir la buhardilla, casi se lleva por delante a un niño que vendía dulces y chicles a al salida de un bar de salsa:

—Oiga, qué le pasa hermano, está borracho…?

Santiago le hizo una señal de perdón a lo lejos, cuando una de las jóvenes acababa de recibir los billetes como cambio de su pago, Santiago alcanzó a hacer la parada al taxi, en un repentino estiramiento de defensa personal.

—Espere, espéreme, esper……gritó, pero no lo escuchó, estaba roncó y apenas podía caminar sin detenerse a toser y el taxi se perdió en el trancón de la carrera 15. Metió las manos en su abrigo, hacía frío y se estaba empapando. La gente que pasaba corría, caminaba apresuradamente para refugiarse del aguacero, un grupo de muchachos se metieron debajo de la cornisa de un café, otros se hacían a la idea de estar caminando por una ciudad costera y se quitaban las chaquetas de cuero para dejarse en camisetas esqueleto, luciendo sus prominentes músculos; la mayoría se limitó a abrir sus sombrillas, Santiago buscó en los bolsillos del abrigo azul corte inglés un paraguas, pero lo único que encontró fue una encendedor azul cielo con figuritas de remildoque incrustadas, era el de Mónica. Sin más por hacer caminó hasta un paradero de buses, que estaba lleno: –bueno, se dijo, al menos aquí me empapo menos. Se puso a jugar con el encendedor para pasar el rato mientras llegaba un taxi: lo prendía y apagaba, oprimía la tabilla para dejar escapar el gas y encendía otra vez, una llama gigante etérea y momentánea alumbraba su espacio y quemaba un poco la empuñadura de su abrigo.

—Cuidado hombre, le dijo un hombre de unos cincuenta años, medio borracho.—Vamos a terminar mojados y quemados.
—Qué pena.

Una mujer que estaba detrás de él sacó una cajetilla de cigarrillos, eran delgados, paquidérmicos, le ofreció uno:

—Quiere uno?
—No, no, es que no fumo.
—Cómo así, y porque lleva el encendedor si no fuma?
—Porque la que fuma es mi …novia.
—Ah, bueno, pero uno para el frío.

Santiago por cortesía y no quedar como un grosero tomó un cigarrillo blanco, encendió el fuego y casi se quema, --¡Carajo!, dijo. El hombre cincuentón riendo le comentó:--Es que los encendedores no son para jugar.

Sí, tenía razón aquel hombre, además Mónica era quien fumaba, no él, -fuego que libremente se ha soltado-. Y a ella nunca le decían nada, salvó en la casa su mamá le vivía diciendo: --No fume, eso da cáncer, o reduce tal vitamina, o alguna tontería. Salió del paradero, la boca le sabía a humo negro, almizcle pasado, aún tenía el cigarrillo. Lo lanzó de un manotón hacia cualquier lado, estaba lloviendo y no había peligro. Pero la colilla pasó cerca de un grupo de mujeres que caminaban con prisa, buscando algún lugar. En verdad, le rozó, le acarició su mano, que estaba cubierta con un guante de seda –o eso parecía-, cuando se cruzaron ella le quedó mirando, casi lo asesina con los ojos, blancos y fulgurantes, a pesar de que la luz se hacía frágil por lo grueso de las gotas de la llovizna, vio la altanería, la malevolencia cruel y mágicamente mezcladas en el rostro de esa joven mujer –león que las prisiones han quebrado-.

Alzó los hombros y se dijo:--Bueno, fue sin querer, mientras veía a las mujeres entrar al café de cornisas lleno de gente refugiada del diluvio. Se volteó para continuar su camino, sintió la cortada fría y pesada de un metal.

—Carajo, está ciego, o qué? Gritó, o eso quiso hacer. De la sombrilla cortante, salió una mano haciendo una especie de señal de excusas, de perdón, y musito algo que Santiago no escuchó.

Arremetió nuevamente: —Y también es sordo, imbécil.

La sombrilla mermó su prisa y volteó, Santiago tenía ganas de partirle la cara, caminó hacia ella y quedó de una pieza, estupefacto, casi anquilosado en un tiempo muerto: era la mujer rubia del taxi, volteó la mirada diciéndole ¡PERDÓN! O eso fue lo que creyó Santiago, pues estaba absorto por la sorpresa, idiotizado, no sabía leer los labios de la gente, pero ese perdón (o que fuera que hubiese dicho) era un elixir, un oasis, una dulce e inoportuna coincidencia. Rayo de pardas nubes escupido. La mujer retomó su camino, pero él permaneció sin moverse, ahora que alcanzaba a verla mejor le parecía más atractiva, esbelta, delicada, en su espalda se formaba un triángulo con su chaqueta de paño gris, cortado por la mitad de arriba hacia abajo, lo que resaltaba su cintura: cerrada, apretada. Luego con su cadera formaba otro triángulo, equilátero o isósceles, no sabía nada de geometría.

¿Qué le había dicho después? Intentaba recordar, pero era poco lo que llegaba a su memoria, le habría dicho, perdón. O le habría dicho; ¡huevón!, o ¡imbécil!, o ¡córrase!, como la otra de mirada asesina. No, no podía ser, no tenía cara de ser grosero. Pero es que la percepción no tiene nada que ver con las palabras, menos de una mujer, y menos aún, de esta rubia, que ya la sentía suya. La había pensado en los últimos ¿cinco minutos? O diez, no sabía. Qué hora era. Sería buena idea seguirla para ver a dónde iba. No, pensó, ella creería que soy un imbécil o un hombre sin orgullo, y no, eso no, volvió a decirse. A todas estas recordó que Mónica se había quedado (o él la había dejado, cuestión de puntos de vista) sola en el bar, no iría a buscarla, ¿O tal vez sí?, no, no. Hacer lo uno o lo otro, seguir a su rubia o volver con su novia eran soluciones cerradas, tontas, sin sentido.

Decidió que seguiría buscando un taxi, volteó para retomar su camino y el frío del aire le golpeó el rasguño del paraguas de la rubia -espada que la rige loca mano-, sintió después de mucho tiempo la respuesta de su sistema a la agresión de la sombrilla.
–Ay, cómo duele. Se llevó la mano al rostro y se sobó el pómulo izquierdo para calentarlo, estiró las empuñaduras del abrigo para quitarse la sensación de dolor, mientras tanto un joven de la calle se le acercó sigilosamente, Santiago al sentir la voz del muchacho dio un brinco que casi lo hizo irse de bruces hacia atrás.

—Amigo, necesita un taxi…?
—Sí, no, digo sí sí.
—Bueno, sí o no hermano.
—Que sí hombre, sí necesito un taxi.
—Entonces, péreme, ya le consigo uno.

La gente caminaba apresuradamente, serpenteando grupos, oscilando entre personas atornilladas o mezcladas bajo sombrillas. Se corrió hasta el borde el andén para que no lo fueran otra vez a rasguñar. Se fijó en una jovencita que peleaba con su sombrilla, en la saliente de un bar, no podía acomodarla, parecía atropellada, sin sentido lo que hacía, luchaba con el agua, con su desparpajo de paraguas: se enredaba su buzo de lana con los ganchos de ésta, parecía una escultura giacommetisca. Santiago se acercó para ayudarle.

—Pero esta sombrilla moja más de lo que protege, comentó para hacer reír a la joven.
—¡Y a usted qué le importa! Respondió con rabia acumulada y escupida en una ráfaga de palabras.
—Uy!, qué pena…
—No, no se vaya, dijo la joven. No lo quería gritar. Pero es que yo así y usted haciéndome chistes….
—No me estaba burlando de usted. Afirmó.
—Pues a eso sonó,
—No, no era eso lo que quería dar a entender
—¿Entonces?
—Entonces, ¿qué?
—Pues…, pensó un momento Santiago, mientras deslizaba la yema de su dedo pulgar sobre las cejas para intentar quitar el agua retenida--, pues, nada, quería ayudarla.
—Ah bueno, entonces ayúdeme.

La joven le alcanzó el armatoste de ganchos que salían como espigas cortantes, enrevesados unos con otros, agarrando un pedazo de la tela áspera de la sombrilla. Intentó poner algo de orden, primero acomodar las pinzas articuladas, pero la lluvia no permitía hacer algo tan minucioso, luego, trató de amarrar la tela negra y áspera, pero era muy corta. Intentó, ya por ultimó, solucionar el enredo enredando más las cosas -no hay nada mejor que el desorden para allanar otro desorden-, pero cuando creyó que había terminando un latigazo le golpeó en el rostro.

—Jueputa, jueputa sombrilla, y la lanzó en el acto al suelo con rabia.
—Pero qué le pasa hombre, no sea abusivo, si no la quiere arreglar no la tire.
—Es que no ve que esto es un amasijo de alambre, una basura.
—No, no, pero usted si…. Me hubiera quedado sola.
—Ah, pero, pero….

Iba a terminar esta conversación inútil, sin sentido, como esa maldita sombrilla. Cuando volteó su mirada hacia la calle, vio que el muchacho de la calle que hacía un rato (cuánto se había demorado en todo este embrollo) le abría la puerta de un taxi a una pareja que se subían con prisa, del automóvil emergió una mano con un billete en los dedos que buscaba a tientas la mano del muchacho. Éste agarró el billete y asintió con la cabeza elevando su dedo pulgar y formando un puño con los otros. Salió corriendo ofreciendo su ayuda a los desamparados que se escondían en la cornisa del café, y desapareció doblando la calle.

Mierda, mierda. Ahora qué hago, pensó Santiago. Atrás suyo la muchacha de buzo azul de lana, se alzaba el cuello tortuga para resguardarse del frío y la lluvia. Mientras lo miraba cortante, alcanzó a ver que le decía algo entre labios.

¿Qué le habría dicho?: gracias, no. Perdón, menos. Más bien huevón, marica, pues se había percatado de su vocabulario soez y aptitud grosera. Se fue caminando, sin saber hacia dónde; doblar a la derecha, pero estaba cerrada la calle por la construcción de un parqueadero; hacia la izquierda, pero estaba solo y le daba un poco de miedo; al oriente, no, era calle vacía y no había posibilidades de conseguir un carro. Se llevó el puño cerrado a la boca, dándose golpecitos contra el mentón. Decidió caminar por donde el chico de los taxis lo había hecho, intentó esquivar a unos jóvenes punkeros que casi lo hacen caer, se burlaron y continuaron molestando a los caminantes, se recompuso y sorteó a unos vendedor de minutos a teléfonos móviles:

—Minutos mono…? Minutos a todo operador. No, no, decía intentando espantar a los vendedores como si fueran moscas. Manoteaba con los ojos cerrados, como en una lucha con la lluvia, sentía todavía el latigazo que le escupió la sombrilla, la muchacha desagradecida, el ruido de los vendedores, de los que esperaban taxi: todos lo exasperaban, y manoteaba para librarse de su dolor, de su rabia, de todo.

De pronto, sintió que había dado un golpe seco sobre alguien, mientras intentaba secarse las cejas con la yema de sus dedos, la rubia del taxi, con sus ojos verdes coléricos, sin vacilar le dijo: --¡Abusivo, está ciego o borracho!, respete, -villano rico con poder tirano-. Santiago acabó de secarse las cejas e hizo un ademán de excusa, ella se sacudía el agua que la golpeaba en el pecho e intentaba arreglar nuevamente el nudo de su bufanda violeta que Santiago había dañado en un segundo.

—Es que usted si… está loco. Ah, pero si fue usted, ahora se desquita de lo de hace un rato…?
—No, no. No dijo más. Santiago no habló, no se defendió.
—Lo conoces?, le preguntó una amiga.
—Sí, hace un momento casi me arranca el paraguas.
—Aja, y encima de todo….

Santiago sintió una rabia que subía por su pecho, por su cuello, le calentaba el rostro, pero no habló. Cada vez que abría la boca terminaba mal, se quedó mirándola, embobado con el escote descubierto mientras se arreglaba la bufanda. Una de sus amigas, con la mirada afilada, punzante le gritó:

—¡Borracho!.

Santiago se quedó allí como una estatua de sal. La rubia se arregló su bufanda violeta y se cerró la chaqueta de paño grisáceo, más tranquila pasó al lado de él, musitando algo así como –Ummm, hummmm. Las mujeres se alejaron hablándose al oído y mirándolo de reojo. No fue y ya no sería su noche. Ni la rubia, su rubia, “mi rubia”, ni su novia, o su ex, o lo que fuera, o las amigas de aquella, o la mamá de ésta. Nadie ni nada le servían de consuelo, de remedio para su mala fortuna. Porque desde que tuvo que pedir a gritos su abrigo, nadie, nadie lo escuchaba. Y él sí, tenía que aguantar palabras, regaños y mil entelequias más. Por un momento pensó en seguirla y explicarle la situación, le mostraría los latigazos de los últimos minutos, el de ella. Pero no, cualquier intentó de salvar la noche sería infructuoso, recordó un soneto de Quevedo que alguna vez leyó: serpiente o áspid con el pie oprimido. Esa es la mujer…

—Pero no se trataba de la mujer ofendida en la cama, no. Ni de la burlada. Nada de poético había en todo esto. Y sin embargo, cómo se parece la vida a la poesía, un mal verso a una mala noche. Ah, todos tenemos días así. Un taxi se detuvo y lo recogió, se fue.