Bogotá contada

Bogotá merece ser contada. El reto de este blog es sacar a la luz las pasiones, vivencias y emociones de las gentes en la vida colonial y republicana de Bogotá, lejos de la gloria de los próceres, las heroínas y los caudillos.


jueves, 23 de diciembre de 2010

¿CACHACO? NO, ROLO, QUE ES MUY DIFERENTE

Eduardo Arias
Semana. Región Capital
Octubre de 2010

Antes del 9 de abril habría sido muy fácil escribir acerca de lo que significa ser bogotano. Por un lado estaban los cachacos del café Windsor, las quintas de Chapinero, La Magdalena. El Nogal y La Merced, con sus trajes de paño inglés cortados a la medida, sus elegantes maneras y su ingenioso humor. El resto (el 90 por ciento, los habitantes de las barriadas) sencillamente no existían, salvo que en las acuarelas que pintó Edward Mark sobre los días de mercado, y los cachacos los querían tan invisibles que las casa de las familias bogotanas tenían entrada aparte para el servicio y escalera de servicio para que llegaran a la cocina y al patio de ropas sin cruzarse con los dueños de casa o las visitas.

Pero después del 9 de abril, Bogotá creció tanto y a ella llegó tanta gente de afuera, que eso que llaman “cachaco” es hoy en día en Bogotá una especie exótica. Una minoría étnica. Por ese motivo nunca sobra advertir que una cosa es un cachaco y otra un rolo.

El cachaco es (o era), ante todo, provinciano y excluyente. Le gusta referirse a la gente que no es de Bogotá con la expresión “gente divinamente de tierra caliente”. Avergonzado de ser colombiano, se las tira de inglés, o de francés y les encanta escarbar en rancias genealogías en busca de ancestros ilustres.

El bogotano raso, o rolo, en cambio, es una confusa mezcla de andino cundiboyacence con paisa, tolimense, santandereano, valluno y llanero, que sencillamente responde al género “habitante de Bogotá”. Puede ser mono ojiazul o negro. Puede hablar el dialecto gomelo javeriano-uniandino, o el de Ciudad Kennedy o el de Guapi.

Ejemplo y orgullo de nosotros los rolos, los bogotanos rasos, es el futbolista Fabián Vargas.

Por ese motivo a los bogotanos nos resbala cuando los barranquilleros fundamentalistas se refieren a los cachacos con ese desprecio que a veces les sale del alma. “¿De quién nos estarán hablando cuando nos dicen lanudos?”, nos preguntamos. “¿De Yo José Gabriel?”. Porque los bogotanos que uno se cruza en las calles muy raras veces responden a ese arquetipo que nos han endilgado. Andamos más bien de afán, metidos en nuestros asuntos.

Claro, como la ciudad es grande y el clima es a veces frío y gris, eso se refleja en nuestra manera de relacionarnos con el prójimo. A ratos se nos salta el mal genio. Pero en esos no nos diferenciamos de un costeño ni de un paisa y mucho menos de un santandereano. Carecemos del don de la hospitalidad que caracteriza a los paisas. No somos tan entradores como los vallunos. Tal vez por eso nos hemos ganado la fama de inmamables. Pero eso pasa en todas partes. Las habitantes de las ciudades donde se trabaja y genera riqueza, como Milán o Sao Paulo, cargan con la misma mala fama que nosotros los rolos. Sabemos que nuestra ciudad tiene un nombre feo y despedidor (¿A quién se le habrá ocurrido cambiar Bacatá por Bogotá?), que la ciudad no es Paris ni es Londres a pesar de lasa vanas pretensiones e ilusiones que la respecto tenían nuestros abuelos cachacos. Pero nos encanta el friecito de las madrugadas y del atardecer, el color verde perico que adquieren los cerros de la ciudad en la última media hora de la tarde cuando hace sol.

Y sobre todo, nos encanta Cundinamarca. Casi nadie habla de la belleza del departamento que nos tocó en suerte. No tenemos haciendas cafeteras convertidas en hoteles, como El Eje Cafetero, ni pueblos atiborrados de compradores compulsivos de artesanías y universitarios en plan de rumba, como Boyacá. Pero tenemos la sabana y sus páramos circundantes; el clima medio con sus cafetales de sombrío; bosques de niebla, ríos que bajan hacia el Magdalena, hacia los llanos… sólo nos falta un pico nevado y un par de playas para sentir (no nos haría falta decirlo, no es nuestro estilo) que vivimos en le departamento más hermoso del planeta.

jueves, 16 de diciembre de 2010

Una solitaria muerte

Me contaba Susana hace un par de días, que en septiembre del año pasado, cuando se estaba instalando en Londres, cerca de Locklands, antiguo East End, en el primer piso de un edificio que miraba al Támesis, un olor fuerte y hediendo se sentía en el ambiente, cada vez con mayor fuerza desde hacía unos tres días. Un día cuando salía en la mañana para las clases de maestría en el London College, Michael Tromfhonn, del segundo piso, le contó que la señora del tercer piso, Helen Stranford había fallecido hacía unos días de un paro cardíaco. Nadie se enteró, no hubo ruidos ni llamadas de emergencia, todo transcurrió en un solemne silencio: murió mientras dormía. Recuerda Susana que pasaron días para que notarán en el edificio la ausencia de la señora Stranford, uno de los primeros en percatarse de esto fue un vecino del apartamento de al lado, quien pasaba en las tardes a comprarle algunos pasteles que ella preparaba, o el administrador del edificio que en su diligencia de cobró de arriendo tocó a su puerta y nunca le abrieron, dejando sólo un recado en portería. El caso es que la señora murió y nadie se enteró, y ni siquiera esto es lo importante, nadie estuvo a su lado, cerca o disponible para acompañarla en su último viaje.

Mujer soltera, sin hijos, nietos, salvo algunos sobrinos y sus dos hermanos mayores, no recibía visitas de familiares. La señora Helen se había dedicado a la repostería, tuvo algunos locales cerca Chelsea, en el Canary Wharf, hacía unos diez o doce años. Su figura rechoncha y dulce le daba la sensación de abuela feliz y afable, de una mujer tranquila y dispuesta a compartir sus deliciosos pasteles, biscochos, y demás delicias. El pastel de fresa con crema de leche descremada y centro de chocolate y nueces era uno de sus platos predilectos, según lo cuenta su hermana Elizabeth, quien vive en Newclastle –under-Lyme, y se enteró por una llamada de un agente de la Scotland Yard, que en tono seco le comunicó que el cuerpo de su hermana reposaba en “medicina legal” de la ciudad. En tanto su hermano Ronald, que vive en Liverpool, se encontraba de viaje en Chicago visitando uno de sus hijos, se enteró de la muerte de su hermana justamente el día en que iba a ser enterrada. Obviamente no pudo viajar hasta Londres, y me contó Susana en sus pesquisas, que no le importaba ir, pues hacía algún tiempo que no hablaba con su hermana. Los motivos únicamente los conocen ellos, pero que uno de sus hermanos no tuviese contacto con la señora Helen desde unos meses atrás, hacía más triste su soledad y retiro del mundo. le habían diagnosticaron gota, hacía dos o tres años –Susana no recuerda con exactitud-, razón por la cual vendió sus locales de repostería en Chelsea y tuvo que enclaustrase en su apartamento.

Cuando Susana llegó a Londres la señora Stranford ya estaba enferma, no caminaba mucho, se dedicaba escuchar algunos discos de rock and roll mientras preparaba sus recetas, algunas veces jazz o Chopin. Después de la hora del té, quedaba en silencio, y una pequeña luz se divisaba desde los pasillos del edificio. Siempre le regalaba cada semana un pastelillo de nueces, miel y avellanas, que ella guardaba para la cena, pues la comida en Londres es sumamente costosa.

Al entierro, cerca de Saint Paul, asistieron pocas personas, entre familiares, vecinos y clientes ya envejecidos de su repostería de Chelsea, no superaban veinte dolientes. Aquel día, me contaba Susana, el día era triste, grisáceo y el viento de otoño se asemejaba a la entrada del invierno. La ceremonia de exequias tardó un cuarto de hora, nadie lloró la partida de la señora Stranford, lamentaban lo triste de su fin, que nadie hubiese estado allí, aunque sea para saber que había muerto, y no saber esto por el hedor del cuerpo sin vida. Murió como vivió, comentaba el vecino del apartamento contiguo que comía sus pasteles con deleite casi a diario: sola y con la compañía de su gata Alice, que ahora Susana cuida y es su mascota, y acompañante en las noches de estudio en su pequeño espacio del edificio.

Días después Elizabeth Stranford empacó algunos discos en acetato de los Beatles, de Yardbirds y otros grupos de rock and roll, que de joven escuchaba y enloquecían a su hermana, unos libros, el tocadiscos, además de utensilios de cocina, cartillas de receta y un sofá imperial. El resto fue empacado y repartido entre personas que malvivían en el sector (estudiantes, artistas, escritores, vagabundos). A Susana le angustia la posibilidad de morir y que nadie se entere. Para ella el espectro de la soledad es refugio poco recomendable y penoso para cualquier persona, en especial los jóvenes, como ella. Por eso, se acompaña de Alice en las noches, de amigos de la Universidad, y de alguno que otro desocupado que la visita, como yo, que escribo estas líneas después de la hora del café – a Susana no le gusta el té- y de una película de Woody Allen que acabamos de ver.