Bogotá contada

Bogotá merece ser contada. El reto de este blog es sacar a la luz las pasiones, vivencias y emociones de las gentes en la vida colonial y republicana de Bogotá, lejos de la gloria de los próceres, las heroínas y los caudillos.


lunes, 27 de abril de 2020

Custodia, la emparedada






Custodia estaba sirviendo el chocolate a su patrona y el prometido de esta cuando comenzó su desgracia. Vivía en aquella casa desde los ocho años, cuando su madrina de bautizo la dejó allí como criada. La casa era inmensa, mantenerla limpia y ordenada requería mucha dedicación. Aquella tarde de vientos helados, el dichoso prometido admiró la belleza de la joven criada que los atendía, y se atrevió a hacer una broma mal calculada al decir que incluso se casaría con ella. Custodia no conocía siquiera el nombre del señor que había hecho la broma, pero no había vuelta atrás: su patrona, Trinidad Forero, se sintió celosa y frustrada en sus planes de casamiento por culpa de una sirvienta joven y más bonita que ella.

      La indiecita de quince años se despertaba con los primeros gallos a despachar los oficios, en una cocina primitiva molía el cacao para hacer el chocolate, encendía el fuego para hervir tinajas de agua depurativas para el baño de su patrona, que se despertaba al alba y con el tiempo justo para llegar puntuales a misa de siete en la iglesia de Las Nieves. Cargaba un tapete pequeño para que su patrona se arrodillara en el suelo. Vestía camisas anchas y recogidas, pañolón y alpargatas gastadas; su patrona, al contrario, llevaba una mantilla azul adornada que dejaba ver los ojos y la nariz, y vestía un modesto traje oscuro cubierto por una bata de seda ajustada hasta los tobillos. Trinidad la veía como un ser inferior y desprotegido, por lo que le inculcó la costumbre de acompañarla a misa de siete todos los días.

            «Esta tarde recibiré una visita importante. No olvide traer la leña de regreso a casa», dijo la patrona. Custodia, que nunca hablaba si no era por motivos ineludibles, preguntó: «¿A qué horas debo dejar todo listo?». «A las tres», respondió tajante Trinidad.

           En aquella ciudad alejada de todo, las tiendas abrían desde las nueve de la mañana hasta el mediodía y luego de tres a seis de la tarde. A esa hora todo el mundo se iba para sus casas, las calles quedaban vacías. Las familias se reunían en veladas, durante las cuales se tomaba el chocolate, se jugaba a las cartas, se conversaba y algunas veces se bailaba vals.

       Como las mujeres de su época, Trinidad Forero se educó con las religiosas. Aprendió a leer y escribir y bordar bien, además de lo necesario para la vida en familia, y también a declamar con soltura los pasajes más destacados de la Biblia. A los dieciocho años afrontó la decisión sin posibilidad de regreso para la que fue preparada: el matrimonio o el convento. Eligió la primera opción, aunque en su corazón albergaba la pesadumbre por el futuro. Varios pretendientes golpearon a la puerta de su corazón, pero las reservas de sus padres, la falta de una dote generosa o de un padrino que respaldara la petición de los pretendientes le agriaron el carácter y le crearon la fama de huraña y antipática. Trinidad depositó sus ilusiones de ser la soberana de un pequeño mundo familiar con el hombre que halagó la belleza de su criada cuando esta le sirvió el chocolate. Se sintió despreciada, y sintió un impulsó que la desconcertó.  

        Lo conoció un viernes de mercado, cuando se asomó al balcón de su casa a presenciar el desfile de galanes solteros que andaban en grupos por la ciudad después de jugar billar y fumar a las cuatro de la tarde. Trinidad lo saludó con su pañolón negro y fumando unos cigarros que compraba en los mercados de San Victorino. El hombre la invitó a salir, ella aceptó sin titubeos. Era una mujer ávida de distracciones. Una tarde de marzo, la invitó a las procesiones del Corpus Christi y la Semana Mayor, y ella entendió eso como el mensaje cifrado de una futura propuesta formal de matrimonio.

           Aunque debía esperar: los meses que la Iglesia recomendaba para el matrimonio eran febrero, mayo y noviembre, pues los sacerdotes se negaban a efectuar casamientos en el Advenimiento y en la Cuaresma. Para mediados de año, era su invitado de cada viernes al chocolate de las cinco de la tarde.

        Mientras la patrona navegaba en los planes de una boda incierta, Custodia se encargaba de todo en todas partes sin protesta ni lamento alguno. Una tarde de julio, estaba puliendo las últimas copas de champaña, cuando percibió un olor a madera chamuscada, y tuvo que atravesar los veintitrés escalones de las escaleras hasta la cocina sin dejar a su paso un desastre de vidrios de Portugal. Apenas si alcanzó a quitar la olla que empezaba a derramarse en la hornilla. Luego puso un guisado que tenía preparado, y aprovecho la ocasión para sentarse a descansar en un banco de la cocina. Cerró los ojos, los abrió después con una expresión sin cansancio, y empezó a verter el caldo en los platos. Trabajaba dormida.

         Las visitas del prometido se interrumpieron por un viaje de negocios a Puerto Colombia que duró varios meses, lo que dio lugar a murmullos y habladurías maliciosas. En el mundo de esta ciudad alejada de todo y detenida en el tiempo, las cosas eran hostiles para Trinidad. Lo que pasó una noche, se lo confirmó.

         Trinidad fue invitada a uno de los conciertos que la sociedad filarmónica de la ciudad organizaba cada mes con fines de beneficencia y caridad. Se esforzó por presentarse lo mejor vestida posible. Cuando tomó asiento en la parte central del Coliseo Santafé, sintió las miradas sobre ella. Eran miradas de reprobación acompañadas de un silencio molesto que no logró descifrar hasta que un caballero que estaba a su lado le indicó con un gesto cortés pero enfático que el concierto no comenzaría hasta que ella se retirara del recinto. Era de dominio público que su compromiso de matrimonio había sido cancelado, por lo que se consideraba una falta a la moral y las buenas costumbres que una mujer deshonrosa asistiera a eventos de beneficencia.

           Deshecha por la ignominia, Trinidad se retiró del teatro y caminó hasta su casa. «Ya sé quién tiene la culpa de todo esto», pensó con pasos que tropezaron con los adoquines de la calle: «Esa indiecita malagradecida».

          Envenenada por los celos y humillada en público, Trinidad decidió obedecer el impulso que no había logrado descifrar. Después de enviar a Custodia por un recado, la recibió con una generosa dosis de chicha que la indiecita bebió sin sospecha alguna y no tardó mucho en quedar tirada en el suelo, aturdida por la borrachera. Cuando Trinidad se cercioró del estado de indefensión de Custodia, le amaró los pies y las manos y le puso una pequeña piedra envuelta en un pañuelo.

          Así la dejó toda la noche. En la mañana, después de llegar de la misa de siete, comenzó a arrancarle el pelo, uno por uno, hasta la tarde; enseguida le puso una cataplasma caliente en la cabeza, que le produjo a Custodia un ardor insoportable, y terminó aquella jornada de tormentos arrancándole las cejas y las pestañas.

         Embriagada de placer por el sufrimiento de su criada, Trinidad le arrancó los dientes y las muelas con unas tenazas de zapatero, le cortó las orejas y le abrió la boca en un corte horizontal que escindió el rostro de Custodia en dos partes. Una vez finalizado el martirio, Trinidad puso un espejo frente a su sirvienta y le dijo con un acento de espantosa satisfacción:

            «¡Ahora sí aquel no se casará con la indiecita bonita!».

             Trinidad introdujo a Custodia en un cuarto que daba a la calle, ubicado en la parte posterior de la casa, y cerró por dentro la embocadura de una pared blanca de asbesto, confinando así a su criadita al emparedamiento. Tan solo dejó un pequeño orificio que daba a la calle para que entrase luz y aire y para suministrarle algo de agua y comida a Custodia. Quería verla descomponerse poco a poco, con toda la fuerza concentrada de su odio.




            Pasó el tiempo.

         El soldado Pedro Siachoque estaba de paso en la ciudad y le pidió permiso a su cabo para salir con un compañero a conocerla. Mientras caminaban, sintió los apremios de orinar, caminó hasta el rincón de una casa cercana, contra una pared, mientras su compañero lo esperaba. Entonces, cuando meaba en un rinconcito de la calle, Siachoque sintió un miedo que le recorrió el cuerpo y lo paralizó por unos segundos. Le pareció escuchar un misterioso sonido como si algunas ratas rondasen cerca; luego alzó la cara y vio por un pequeño orificio de la pared lo que él creyó era la causa de los extraños ruidos, fue tal su espanto que salió corriendo con los calzoncillos en las manos. Llegó hasta donde lo esperaba su compañero de guardia y, aterrorizado, le contó que tras el muro habitaba un alma en pena.

           Su compañero hizo el recorrido inverso de Siachoque. Caminó hasta el muro y a todo pulmón le preguntó a la aparición si pertenecía al cielo o al infierno. No recibió ninguna respuesta. Los soldados regresaron al cuartel, echaron el cuento a sus superiores, quienes ordenaron a un contingente de diez hombres para conocer de primera mano la situación de espantos descrita por Siachoque. El pánico los invadió a todos, por lo que fue necesario llamar a un oficial superior, que a su vez llegó provisto de armamento pesado y municiones de reserva, como si se tratara de una insurrección.

           Los hombres que combatieron con valentía en decenas de batallas se aterrizaron al acercarse a la pared; apenas estiraban sus cuellos como si estuviesen clavados en el suelo. El alcalde de la ciudad fue informado de la situación. Cuando se acercó a la pared hasta encontrar el orificio, vio una mano moribunda que hacía señas para que se acercara. Consternado e intuyendo un hecho criminal, el alcalde ordenó rodear la casa y luego llamó a la puerta. Esperó unos momentos, pero nadie contestó, por lo que avisó con voz fuerte que allí estaba la autoridad y que la puerta sería derrumbada. La advertencia debió surtir efecto, porque una voz chillona y malhumorada dijo dos veces: «¿Quién es?», después se escuchó el crujido de los goznes de la puerta. Apareció una mujer pálida y de mediana estatura; aparentaba unos cincuenta años y llevaba el pelo aprisionado por un pañuelo de seda atado a la cabeza, vestía un traje de lanilla color marrón, zapatos de cuero y dos pendientes colgados en sus enormes orejas. Parecía un espanto. El alcalde, aplomado y calculador, preguntó por los habitantes de la casa, a lo que la mujer contestó que ella vivía sola.

           Era Trinidad Forero.

           De sus ojos brotaron chispas cuando el alcalde le notificó que él inspeccionaría la casa junto con los doce militares. A regañadientes Trinidad aceptó que revisaran su vivienda, pero manifestó su deseo de retirarse mientras se hacía la inspección, y pidió que le avisaran cuando se todos se retiraran. El alcalde se negó.

          Los soldados caminaron por un estrecho corredor que comunicaba con la sala de estar, allí se percataron de que las ventanas que daban a la calle estaban cubiertas con telas de lienzo enormes y sucias y selladas con barrotes de hierro. Les quedó claro que aquella mujer menuda y de mal carácter no estaba interesada en comunicarse con el mundo exterior. Las poltronas y cómodas, al igual que los techos y columnas de los patios estaban cubiertos por una densa capa de polvo enmohecido; en las paredes de la sala de visitas no había imágenes de santos o algún vestigio de caridad cristiana, común en las casas de entonces.

          Cuando el alcalde dio la orden de remover la pared tapiada que comunicaba al sitio donde él calculaba debía encontrarse el espanto, Trinidad se plantó frente a él y los soldados y los amenazó con un palo de escoba y unas tijeras, vociferó maldiciones y respondió con rasguños y mordeduras cuando tres hombres la apartaron a la fuerza. Parecía una fiera: escupía espuma de su boca y miraba con odio desde un rincón de la sala. En ese momento, el alcalde ordenó apartar la cómoda que escondía una puerta sellada con adobe sin blanquear.

          No parecía que detrás del muro pudiera encontrarse alguien con vida, aunque todos coincidieron en que el agujero exterior por el que el soldado Siachoque atisbó el espanto coincidía con aquel sitio sellado, y comenzaron a derrumbar la pared. Apenas retiraron un pedazo de adobe, un olor fétido salió del lugar e inundó la sala de estar; los soldados se cubrieron la nariz para continuar. Creyeron que en el interior del cuarto había un cadáver en descomposición, pues el olor de espantos era insoportable. Sin embargo, cuando los soldados terminaron de derrumbar el muro se encontraron con un espectro maltrecho y tirado en la cama de mimbre, el polvo anquilosado se había instalado en cada centímetro del cuarto oscuro, y la luz que se filtraba por el orificio de la pared derrumbada fue suficiente para que los hombres identificaran el alma en pena que emitía gemidos de dolor. Era Custodia en cuerpo y alma después de cuatro años de tormentos irreparables. Los soldados no sabían qué hacer con ella: no se atrevían a tocar el cuerpo de la muchacha porque ella era una llaga en carnes sin cicatrizar a punto de desmoronarse, y por la repugnancia y temor que les producía.

          Decidieron llamar a una aguadora que pasaba por la calle con su múcura al hombro, quien por unas monedas aceptó sacar de la mazmorra casera el escombro humano en que se había convertido la criada bonita. La aguadora entró en el cuarto oscuro, se santiguó y levantó el cuerpo que pesaba menos que una de sus tinajas de agua, lo llevó hasta una habitación contigua y lo dejó sobre la cama de Trinidad Forero, que continuaba escupiendo improperios como una fiera iracunda. A pesar de la ira que demostraba, Trinidad no podía ocultar una expresión de dicha al ver reducida a su víctima a un estado de deformidad. Después del asombro inicial, los soldados llevaron a Custodia en una camilla improvisada para que no se desbaratara en el camino al Hospital San Juan Dios. Trinidad, por su parte, fue confinada a la cárcel de mujeres del distrito mientras se decidía su situación.

          Los médicos del hospital que atendieron a Custodia comenzaron por devolverle una figura humana a su rostro deformado, cosieron su boca para que pudiese volver a pronunciar palabras. Después de practicarle las curaciones posibles, que no eran muchas porque la mayor parte de los daños no podían repararse, y después de su mejoría, Custodia contó en un tribunal su triste e increíble historia.

            Allí mismo, Trinidad pareció recobrar la compostura y la sensatez ante los jurados que decidirían su pena. Afirmó que tenía un propósito y lo cumplió. A lo mejor se había equivocado de propósito, pero no se había equivocado cumpliéndolo. Decidió seguir el impulso que latía en su corazón. Una diferencia sutil que no todos entendieron.

           Fue declarada culpable. Murió en prisión después de diez años de encierro. Custodia, en tanto, inválida y mutilada, vivió hasta la llegada del siglo xx. Subsistió en el rincón de una calle viviendo de la caridad pública hasta su muerte.

Este relato está inspirado en un pequeño fragmento de las Reminiscencias de Santafé y Bogotá, del gran José María Cordovez Moure que hizo un retrato minucioso de la sociedad, las mujeres y los hombres que habitaban la Bogotá de mediados del siglo xix.

viernes, 6 de julio de 2012

Solos en Bogotá: EL TRASEGAR DE LUIS CABALLERO

Solos en Bogotá: EL TRASEGAR DE LUIS CABALLERO: L a obra de Luis Caballero suscita en las personas un choque, una primera mirada de un tono traumático. Una mezcla de erotismo, se...

EL TRASEGAR DE LUIS CABALLERO





La obra de Luis Caballero suscita en las personas un choque, una primera mirada de un tono traumático. Una mezcla de erotismo, sensualidad y dolor se mezcla en sus cuadros hasta llegar a una síntesis que “toca” al espectador, por la fuerza de la imagen, el impacto de los cuerpos masculinos, y la violencia y muerte que comunican. Caballero es catalogado como el más importante pintor colombiano del siglo anterior, y uno de los grandes en la historia del arte colombiano.


Su amiga Beatriz González explica que “… su objetivo de perturbar y conmover al espectador”, por lo cual se alejó de los dominios académicos, llegando a imágenes eróticas y religiosas, inspiradas en el arte católico, reflejo de emociones y ante todo de temores, de la conciencia religiosa, del miedo al castigo, al señalamiento.

En un libro-entrevista suyo titulado “Me tocó ser así”, Caballero trae a colación momentos, sufrimientos y experiencias de sus primeros años y su adolescencia. Menciona la tensa relación con su padre (el reconocido escritor y periodista Eduardo Caballero Calderón), la confianza y complicidad que siempre tuvo con su madre (Isabel Holguín). El juego de orgullo, fuerza y ego con su hermano Antonio. En una especie de autocompasión se identifica como signado por la soledad, el abandono y la incomprensión. Con insistencia apela a no poder actuar con naturalidad, a “no tener ningún recuerdo de su niñez”. De este modo,  Luis Caballero e refugia en sí mismo, lo que lo aísla de los demás, y de algún modo define el carácter tímido de su juventud, que no dejó a lo largo de su vida. 




 
En París pasó la mayor parte de su vida, en su taller: alistando las telas, preparando las pinturas, boceteando como un ejercicio de rutina. Viene a Colombia en continuas y cortas estadías, a Bogotá únicamente. Pues el clima “caliente” le desagradaba, fastidiaba, “soy cachaco, no soy chévere, ni divertido, no me gusta el calor ni la familiaridad sudorosa de la costa,  […] me siento colombiano, pero cuando pienso en Colombia, sólo pienso en Bogotá”. Este alejamiento del país, el anonimato en París, le permitió trabajar con toda tranquilidad, “era complicado sacarlo de su casa, en la que cada noche presidía Luis amenas tertulias de arte con amigos colombianos, franceses y conocidos” (Alonso Garcés). Lo sacaba de la rutina alguna gran exposición, una película de Pedro Almodóvar o escuchar a Chavela Vargas, una de sus cantantes preferidas. 


 Un cambio significativo y coincidencial fue la separación de su esposa y la aceptación pública de su condición como homosexual a finales de los setenta. “Decisión que le debió costar mucho, por las consecuencias que le traería en su vida en Colombia”, comentó una amiga suya, país que Caballero calificaba como reaccionario, provinciano, religioso y violento.

  Más allá de la mera exhortación de su vida íntima, su obra se transforma en una crítica, severa, cuidadosamente elaborada de la violencia que tanto miedo le producía, pero que no dejó de influenciarle. Sus amigos recuerdan que Luis Caballero solicitaba le enviasen las fotografías que aparecían en El Espacio, que despertaba en él la emoción de pintar o crear la violencia como un ejercicio catártico. Incluso, su hermana Beatriz Caballero tiene una gran colección de las primeras portadas que coleccionó Luis.

Finalmente, de niño Luis asistía asiduamente a misa, con tías, abuelas, con toda la familia. El espacio de las iglesias y capillas, sagrado,  cargado de imágenes, de cuerpos lacerados de Cristo, llenos de sangre, de dolor, de martirio, con un rictus de agonía y misticismo, hacía de la figura algo sumamente atrayente para el pequeño Luis. 



 

El Gran Telón y los posteriores “cuadros negros” marcaron el inicio de una época que le auguraba a Caballero la consolidación de su talento y su obra. Como se sabe, una enfermedad fue mermando sus capacidades cerebrales, al punto de pintar a pocos centímetros del papel, y posteriormente a no poder hacerlo. Finalmente fallece un 19 de junio, hace 17 años en Bogotá.  

sábado, 12 de mayo de 2012

Paul McCartney dejó su vida en Bogotá

Paul McCartney cambió la historia de los conciertos en Colombia. Su esperada presentación sobrepasó las expectativas de quienes asistieron al estadio El Campín. Una mezcla única de calidad interpretativa, majestuosa puesta en escena y complicidad con el público quedó grabada para siempre en la memoria de la ciudad. Y de las cuarenta mil personas que cantaron y vivieron el concierto de la historia. El filósofo alemán Hegel catalogó hace dos siglos a la música como el arte superior, pues escapa al espacio (que todo lo ata) y la materia con la que trabaja, que está hecha de un elemento incorpóreo imposible de soslayar en la realidad conocida: el tiempo, que se escabulle del hombre y determina su vida y su historia. La música es la matera creativa que Paul McCartney maneja a la perfección, fruto del trabajo de toda una vida de canciones, giras, grabaciones, dolores cabeza y apoteosis colectivas con The Beatles, Wings, o su carrera en solitario. De toda una vida para la música, de su tiempo que anoche fue el de todos, de su renovada e inagotable fuente de inspiración e improvisación que durante cerca de tres horas deleito a todo el país. * La expectativa por el concierto fue grande. La incertidumbre inicial por la utilización del estadio, que confrontó la burocracia administrativa y la Alcaldía por la realización del evento; luego se vino un torrente de ataques: de los concejales oportunistas, los periodistas deportivos, sectores de la comunidad y hasta de algunos medios: la cruzada contra el concierto se iba a llevar por delante la posibilidad de tener por primera vez a un Beatle en Bogotá. Durante varios días el concierto se movió entre la desconfianza y la ambigüedad (que se hace, que no, que tal vez). Hasta el día mismo de la venta de boletería corrió el rumor de que el evento no se iba a llevar a cabo y que la compra de tiquetes no pasaba de ser un embuste o una tomadura de pelo de los organizadores y la Alcaldía. Cabe aclarar que sin la tozudez infatigable de Fernán Martínez se habrían confirmado de nuevo la poca importancia del país en la escena del rock mundial y el triunfo obsecuente de la consabida tramitomanía colombiana, que a nada lleva porque nada hace. Al contrario de la apuesta de los empresarios que los obligó a una maratón perentoria, pues el tiempo escaseaba. Fueron aquí y allá, hablaron con este, almorzaron con aquel que tenía influencias, en varias emisoras promovieron el debate por la prohibición del estadio capitalino para espectáculos diferentes al rentado de fútbol colombiano. A pesar de todo se hizo, cuando McCartney bajó las escalinatas del avión que lo traía de Asunción se despejó cualquier atisbo de duda o malicia: estaba en Colombia y venía a “rocanrolear” con todos. Así lo hizo anoche desde algo antes de las nueve de la noche. Pues aunque se había presupuestado las siete y media como hora de inicio, problemas técnicos de sonido y la puesta a punto de los instrumentos retrasaron la presentación. La angustia se sentía en el ambiente: risas escondidas, fumadores que parecían asmáticos en cada inhalación de humo, los glotones que devoraban comida de paquete con la mirada hipnotizada en el escenario, la espera de los que llegaron temprano y la angustia de los retrasados: todos de un modo u otro estaban imbuidos por la ansiedad. El consuelo era el mismo: si esperamos cincuenta años para verlo, podemos soportar unos minutos más. Cuando las luces se apagaron repentinamente el estadio lanzó un grito unísono: “Paul, Paul, Paul,…”. Paul McCartney correspondió el saludo con una cortesía cotidiana exótica de las buenas maneras urbanas de un inglés: “hola, mis parceros”. El estadio estalló en risas y aplausos, mientras el cantante improvisaba sucedáneamente pasos de baile al estilo de los años sesenta: el rock and roll estaba en Bogotá, esta vez para quedarse, no como quisiéramos: con Paul tocando eternamente sino con el recuerdo imborrable de su majestuosa presentación. La memoria es selectiva, se recuerda lo que rompe con la rutina, la repetición de los días y las tareas. Lo de anoche fue no sólo un resquebrajamiento de la rutina para los asistentes, sino de toda una ciudad: el “concierto de la historia” entró a la historia, y de paso inauguró una época musical y cultural para el país.
* Los nostálgicos que vivieron su juventud junto al cuarteto de Liverpool en los sesenta, gozaron con un recuerdo nítido como el presente: el tiempo no pasa, al menos en el rock. Algo similar vivieron los demás: padres, adultos, adolescentes y niños que vieron por vez primera a un Beatle en la ciudad. Un hombre alborotado gritaba --“volví a los sesenta…”. Le creí, pues por unos momentos me sentí en la Inglaterra que bullía con la desbandada de los cuatro chicos porteños, al magnetismo de la dupla mágica Lennon-McCartney. Éste en una entrevista dijo recuerda su juventud como la época más feliz de su vida. Pero no la única, aclaró. En cada canción del repertorio se vivió una catarsis que solamente la música puede ofrecer, que llevó a la intimidad de un Paul desprovisto de edad: uno para siempre, único. Personalmente, gocé más con las canciones que tenía en mi lista: Hope a deliverance, Something, My valentine, y claro, Let it be, Hey jude, y un sin fin de melodías y piezas musicales que tomé como propios. Ya en el coro de Hey Jude, ese “na, na, na, na na, na, hey Jude” interminable, sentimos que todos y todas (así lo dispuso McCartney en una escisión improvisada) éramos un solo canto y un solo corazón: nos puso en contacto con nosotros mismos en cada lírica entonada y acorde elaborado. Paul McCartney se despidió tres veces, recordando el adagio de que “quien mucho se despide pocas ganas tiene de irse”. Él no se iba a iba del escenario ni dejar de tocar el piano, su guitarra conservada desde 1965, su ukelele que interpretó en honor a George Harrison, o su bajo Höfner mundialmente conocido. Paul no se siente bien lejos de sus instrumentos, son su vida. Nosotros por un momento nos sentimos parte de ella. ¡Gracias Paul!

miércoles, 21 de septiembre de 2011

MIRADAS SOBRE EL CUERPO HUMANO.

A propósito de la exposición Habeas Corpus. MUSEO DE ARTE DEL BANCO DE LA REPÚBLICA. 2010.




El cuerpo, un tema tan complejo como antiguo y ambiguo: múltiples perspectivas de análisis, disfrute, espanto o conmiseración. Ya sea el de una mujer (desnuda) o el de un hombre, el de un anciano, un niño o partes o fragmentos: una cabeza extirpada, un seno cercenado, un brazo (“de reina”), huesos, piel, etc. Desde siempre el cuerpo ha sido un espacio de adoración, de adorno, de retozo, de placer, porque lo pensamos como lo vivo, la semejanza de vida y cuerpo se nos antoja obvia, lógica. El cuerpo es también los tejidos epidérmicos, el sistema nervioso, el aparato óseo, el sistema digestivo o inmunológico. Es un tema cuyo esplendor Renacentista logró la perfección, dejando para el futuro (nuestro pasado y presente) una acomodación e intentos de igualarlo, un manierismo. En fin, el cuerpo, visto desde varias miradas en la exposición, y de muchas fuentes: la religión, la medicina, la pintura, la política, el performance.

Pero ¿Por qué el cuerpo y siempre el cuerpo? Porque el cuerpo es todo y nada, es nuestra yoidad (para Freud, modificada corporalmente en cada experiencia vivida), la imagen de sí mismo en relación (o contraposición) con los demás. Es fuerte, pues resiste maratónicas lesiones, o sufrimientos sin par, recuperándose casi milagrosamente. Pero también es frágil, susceptible a la muerte más inesperada, una lesión simple desencadena en el fin de las pulsaciones, de la vida, del cuerpo (vivo). El antropólogo Edgar Morin , en sus estudios sobre el miedo a la muerte, explica que es un miedo al cuerpo yaciente, al tabú del muerto. Encuentra que el cuerpo en Occidente, desde su concepción religiosa –y cultural-, ha sido rechazado, ocultado, juzgado y condenado. La sexualidad misma, relegada al ámbito de la intimidad oculta, de la falsa moral (o doble moral protestante), del concubinato, el celibato, la prostitución y el matrimonio. Es decir, que el cuerpo (como lo sugiere el texto introductorio de la exposición), no se ha expuesto, no se ha visto, no se ha contemplado en Occidente de una forma “abierta”, sin prejuicio o mala fe.

En este sentido, los cuadros religiosos de Arce y Cevallos o de Vargas Figueroa, son cuerpos divinos, santificados, barrocos, cargados de extrema sensualidad y de dolor, esto como consecuencia de aquella célebre frase “para creer hay que ver” dictada por el Concilio de Trento y la Contrarreforma impulsada desde el Vaticano, como reacción al aluvión ascético (y económico, social y cultural) que significó entonces la Reforma luterana. Una de las estrategias de dicho Concilio para no perder más feligreses fue la invención de una figura femenina (llena de cualidades cristianas) representada en la Virgen María. En un mundo lleno de hombres (véase la grandiosa cúpula de la Capilla Sixtina de Buonarroti), esta imagen emerge como la culminación y la idealización de lo que es la mujer: bondad, amor, cariño; una mujer sin sexo, asexuada, es decir, una madre virgen.

Esto lleva a la dualidad del cuerpo en Occidente, en el cristianismo y en la modernidad: la negación y la apelación, la condena del medioevo y el esplendor del Renacimiento, los pecados y la fuente de la fe. Se parte de esto, volviendo a Morin, al relacionarlo con el cuerpo en Oriente, a su tratamiento cotidiano en partes de la India musulmana, en su contemplación quimérica en la China septentrional, en el embalsamiento de Egipto. Oriente no “entiende” a la muerte como en Occidente, no lo contempla, no lo “vive” igual que nosotros. De ahí una diferencia tajante y una realidad misma: el cuerpo se oculta, se traslada a un solo plano, o escenario: el de la intimidad. El cuerpo desnudo, se reserva para el otro que acepta la condición del matrimonio, de la sexualidad, en fin, el cuerpo “no se expone o se pone”, o como decía Benjamín, “una cosa es ver y otra verse” .

Y son muchos los miedos que se exponen en Habeas Corpus: flagelamiento, partes cercenadas, enfermedades, tortura, violaciones, etc. Sucesos, calamidades que se relacionan con la violencia: política, religiosa, académica o artística. La violencia de un cuerpo que retrata Arce y Cevallos cuando pinta al mártir católico San Francisco de Asís, del performance “Huesos”, de las máscaras mortuorias por enfermedades periodontales, o el célebre cuadro de Alejandro Obregón que representa una mujer embarazada, que ha sido violada. Un cuerpo ultrajado. La obra es un símil de la violencia rural que azotó (y aún sucede) a nuestro país: masacres a machete, violación masiva de mujeres, descabezamientos, la ciega pasión política llevada a límites inverosímiles. Las alusiones a estos hechos nos recuerdan que la violencia es una agresión al cuerpo, que es premeditada y brutalmente hecha. Pasamos de una violencia política y religiosa a otra: la cotidiana y popular que Beatriz González alude en su cuadro pop.

De este modo la exposición se torna superficial y crónica, crítica y aleatoria. Pues “para Valery la piel es lo más profundo y para Nietzsche la conciencia es lo más superficial”. Una dualidad paradójica, de un cuerpo lacerado, ensangrentado, atravesado, por un lado, o el balón de fútbol adornado con la areola y el pezón del seno femenino (¡). Es la mezcla entre el performance “columna vertebral con refrigerador” o la urna eclesiástica de la orden de los franciscanos con el que adornan el altar de su iglesia en Boyacá. La mezcla es afortunada, lograda. Parece superficial, pero no lo es, precisamente porque se ex (pone), se muestra, se ve, se reproduce. El cuerpo se aleja de la intimidad (o la soledad) para trasladarse a un espacio público como el museo. Y sorprende aún más que las ordenes religiosas, encerradas en su íntima fe, hubiesen prestado sus reliquias (para ellos religiosas, para el museo artísticas) para un uso diferente, el de la contemplación de una modelación del mundo, del mundo moderno, de un museo (de arte). Quizás la Iglesia se ha laicizado, incorporado al mundo terrenal, humano, al mundo del cuerpo. Pero como decía Nietzsche, los asuntos de moral son superficiales.

De los temas que se muestran en la exposición, subyace el cuestionamiento del porqué se asume el cuerpo como algo aún vedado, cerrado, “el arte erótico occidental siente un gran complejo de culpa, lo primero por ser un arte escondido. Muy pocas veces y en muy pocas épocas se ha podido ser eróticamente abiertamente, porque siempre está detrás la Iglesia juzgando. Por haber sido prohibido y escondido se ha vuelto más morboso […]” . Por eso exposiciones como esta se alejan del señalamiento, de la culpa, del cuerpo vedado. Y lo muestran tal como es: bello, frágil, seco, arrugado, lozano, brillante, negro, blanco. Intenta hacerlo cotidiano, y para eso, lo expone así, sin ambages ni reservas, en un estado natural, en una mirada personal.

Los tabú sobre el cuerpo, vivo y sobretodo muerto nos permean, influyen, al tiempo que nos atraen, nos tocan fibras hondas de nuestra psique. Es algo que se siente, que no deviene con la conciencia o el razonamiento, pues está en lo más hondo de la conciencia, en una parte anterior a la memoria. Pero también está allí no más: en la imagen que nos trae el espejo, las fotografías, los cuadros o las esculturas. Porque eso es al final: una imagen. Es tan hondo como superfluo, es como señalé al comienzo una complejidad. Es muchas cosas: sexo, dolor, fe, violencia, política, soledad. Es la imagen de la virgen de los remedios en la banda presidencial de Laureano Gómez, es la imagen del cuadro de Obregón. Es tan profunda esta exposición del cuerpo que su título es lo más falaz que hay: un habeas corpus, sin habeas y con mucho corpus. Afortunadamente.